Intersexualitat


Corporalidades fuera de norma, sexualidades en la encrucijada:
 la intersexualidad como jaque a los binarismos

Maria-Antònia Massanet


–– (2011). “Corporalidades fuera de norma, sexualidades en la encrucijada: la intersexualidad como jaque a los binarismos”, A Flor de texto, Acedo, Noemí i Pérez, Aina (coord.), Editorial UOC, ISBN: 84-939545-1-9 / 978-84-939545-1-2, pp. 157-165.

            Disidencias y resistencias
En los últimos 40 años se han producido una explosión de las sexualidades, tanto desde el movimiento feminista, con la crítica al anquilosado y opresor sistema patriarcal, como desde las sexualidades no normativas, disidentes y periféricas, que desde los acontecimientos de Stonewall del 1969 –con la inauguración de la lucha por los derechos civiles de homosexuales, transexuales, trans, etc.–, han puesto en crisis el sistema sexo-género basado en una heteronormatividad reductora y asfixiante, que se ha visto reforzado por el auge del movimiento queer –a través de su crítica a las identidades estancas y su apuesta por la no categorización, la transformación y el nomadismo– cuestionando desde los márgenes la estructura sobre la que se cimenta todo aquello considerado normativo y, por ende, bueno, correcto, adecuado, ordenado y, también, sano.
¿Pero qué pasa cuando la puesta en crisis del sistema no viene de un grupo, de un movimiento, ni siquiera de un adult* militante, de una persona avezada en la resistencia a la clasificación por sexos, por géneros, por orientación sexual, sino de un recién nacido, de alguien que, desde su misma corporalidad, por el mero hecho de existir, pone en jaque todo el sistema? ¿Qué pasa cuándo proviene de un bebé del que no se puede decir a ciencia cierta si es niño o niña?  ¿Cuándo proviene de alguien cuyo sexo es indescifrable o está compuesto de una indiscernible mezcolanza de rasgos masculinos y femeninos? Se desata el pánico, cunde la alarma y emerge la urgencia sociomédica: no se puede decir a los padres qué sexo tiene su hij*, por tanto no se les puede decir qué han tenido, no se sabe qué decir, cómo decirlo, qué palabras usar ni cómo encontrarlas. Y aquí no hay tan sólo una cuestión de vocabulario. Como nos recuerda Judith Butler, lo primero que se dice de un recién nacido es si es niño o niña, siendo éste un gesto augural para su inserción social a partir del dispositivo de performatividad del género que se pone en marcha, tratándose de “una norma para así convertirse en un sujeto normativo y aceptable” (2002a: 66). El sexo deviene, pues, fundamental para la inserción del sujeto en la comunidad, para cumplir con la presión jurídico-administrativa de definir al bebé y de darle nombre.
Porque la categorización y clasificación en mujeres y hombres, en femenin*s o masculin*s es un eje fundamental que atraviesa todo nuestro pensamiento, desde lo más banal y cotidiano hasta las formas más alambicadas y complejas de la existencia humana, ya que todas nuestras ideas heredadas sobre la sociedad, la familia, la pareja, la sexualidad y la reproducción se basan en la idea de que hay dos sexos (Picquart: 188).  Un ejemplo de lo más a mano es como al ir al baño tenemos que decidir cuál de las dos puertas elegir, con qué rotulo, inscripción o imagen nos identificaremos y, por tanto, en qué sexo nos situaremos. Pero la elección aún continua, dado que también hay que decidir de qué manera orinaremos, si sentad*s “como las chicas” o de pie “como los chicos”. Porque también hay “chicos” que no pueden orinar de pie –chicos con pene hipospádico, que tienen la terminación de la uretra en la base o el tronco del pene en lugar de en la punta–, y, en cambio, “chicas” que sí pueden hacerlo –cuando se posee un clítoris más grande de lo normal o hipertrofiado, que hace que se asemeje a un pene–. 
El azote de la elección del sexo nos persigue a la hora de realizar cualquier trámite administrativo, de rellenar cualquier formulario, de hacer casi cualquier compra por internet –¡casualmente el medio supuestamente más desincorporado deviene el más incorporado!–, sin olvidar, también, el perenne recuerdo que asoma cada vez que sacamos nuestro DNI. Este hecho, que no deja de ser una simple anécdota en el caso de las personas cuyas identidades sexual y de género están claramente definidas y mantienen una armoniosa concordancia, puede transformarse en una insidiosa y delatora trampa en el caso de muchas otras personas. Llegados a este punto se tiende a pensar en el caso de transexuales y transgéneros, pero hay toda una comunidad de individuos que suelen ser o bien ampliamente desconocidos, o bien onerosamente invisibilizados, pero que en sí mismos encarnan un ataque al dimorfismo sexual, ponen en crisis los binarismos de género y hacen tambalear el estatus normativo de la heterosexualidad, planteando no sólo dilemas a multitud de aspectos que se dan por incuestionables, sino que además son una encrucijada en sí mismas: las personas intersex.

Corporalidades en la encrucijada
Porque hay bebés que cuando nacen es imposible dictaminar a qué sexo pertenecen, ya que presentan una ambigüedad genital tan extrema que es imposible adjudicarles un sexo determinado. O bien, puede ocurrir que, aunque no haya grandes dificultades para que sean clasificados en uno u otro sexo, presentan algún tipo de peculiaridad que podría poner en cuestión su “hombría” o su “feminidad”, como es el caso de las hombres con penes hipospádicos, como ya se han comentado, o el de las mujeres con clítoris hipertrofiados, que por su tamaño y capacidad de erección osan desafiar la preponderancia del miembro masculino.  
Pero también se dan los casos de personas que, habiendo pasada inadvertida su condición para médicos y padres, lo descubren en la adolescencia, sobre todo en el caso de chicas con amenorrea (ausencia de reglas) o cuando se les desarrolla un micropene, o en el caso de chicos que, por el contrario, de resultas de empezar a sangrar descubren que les ha llegado la menaquía (primera regla) o que presentan una ginecomastia, o lo que es lo mismo: que un incipiente busto empieza a asomar en su pecho. De manera que no todas las personas que parecen mujeres tienen ovarios ni todas las personas que parecen hombres tienen testículos. Los rasgos sexuales secundarios –que comprenden senos, clítoris, labios vaginales y vagina, en el caso de las mujeres, y pene, testículos y presencia de vello, en el caso de los hombres– bien definidos, a veces, pueden ocultar unas gónadas del sexo contrario, además de una rara, aunque no imposible, presencia de tejido ovárico y testicular al mismo tiempo, los llamados ovotestes. Hay incluso quien descubre su condición intersexual de adulto, en el transcurso de alguna prueba médica rutinaria o de forma accidental, descubriendo que aunque tengan el aspecto de un sexo tienen las gónadas del otro, o bien que en lugar de tener cromosomas XY o XX, presentan disgenesia gonadal, es decir, un desarrollo fuera de los estándares de las gónadas, o mosaicismo cromosomático, de manera que tienen un cromosoma menos o uno o más de más: X0, XXY, XXXY, XXXXY…
El abanico de posibilidades para describir los estadios que puede llegar a abarcar la intersexualidad es extremadamente alto, con más de 75 tipos diferentes contabilizados hasta el presente, y su frecuencia también es mucho más elevada de lo que se tiende a considerar. Uno de cada 20000 personas en el mundo nace con albinismo y es algo ampliamente conocido y aceptado. Una de cada 200 personas presenta algún tipo de intersexualidad (Fausto-Sterling: 2006; Preeves: 2002), de las cuales una de cada 2000 es de tipo genital, reconocible, por tanto, en el momento mismo del nacimiento, y hay una enorme invisibilización y un desconocimiento casi absoluto fuera del ámbito de la biomedicina o de los círculos íntimos de las personas intersex y de las asociaciones y grupos activistas.
Aunque la intersexualidad se conoce dentro del ámbito de la biomedicina con las siglas inglesas de DSD, “Disorders of Sex Developpement”, traducido al español como Trastornos del desarrollo sexual, y se la tienda a asociar a anomalías y disfunciones, no es ni deviene, en la extensa mayoría de casos, ni una enfermedad ni una patología, sino una condición humana, un estado, un rasgo o conjunto de rasgos físicos que implican una variación respecto a la corporalidad normativa y que tiene una vinculación directa con el sexo. Afinando más, se puede describir como  “una condición de no conformidad física con los criterios culturalmente definidos de ‘normalidad’ corporal” (Cabral, 2003: 121) según la premisa del dimorfismo sexual, que abraza una multiplicidad de estadios intermedios y de combinaciones “atípicas” de los rasgos físicos que habitualmente se utilizan para clasificar a las personas en hombres y mujeres y que, como hemos visto, comprenden desde el aspecto físico externo, a través de los rasgos sexuales secundarios –ambigüedad genital, criptorquídea (genitales internos o no descendidos), etc.– hasta el ADN, las gónadas, los cromosomas y las hormonas.

Patología e indecibilidad: “más carne que cuerpo”
Hiperplasia suprarrenal congénita, síndrome de insensibilidad a los andrógenos, disgenesia gonadal, hipospadias, síndrome de Turner, síndrome de Klinefelter, deficiencia de 5-alfa reductasa... son algunos de los términos clínicos usados para designar, clasificar y taxonomizar el cajón de sastre que describe la amplia gama de situaciones a través de las cuales se presenta la intersexualidad, y que remiten siempre a deficiencias y carencias, desórdenes y síndromes, alteraciones y enfermedades. La asociación entre intersexualidad y anormalidad está férreamente instaurada y, como señala Michel Foucault, se remonta a los siglos XVIII i XIX, cuando la imperiosa necesidad de clasificación y distribución en categorías clínicas de las tipologías sexuales devino una regla (Foucault: 1980).
La patologización de las personas intersexuales y su clasificación como enfermos ha sido sistemática y ha contribuido más a la estigmatización, siendo hasta hace relativamente poco la opción más socorrida para explicar el fenómeno, ya que la categorización era inevitable y la indeterminación sexual era y es aún inimaginable[i]. No solo por la automática asociación de esta indeterminación con aquello monstruoso y abyecto, sino también porque, más allá de lo físico, resulta también inconcebible desde el punto de vista del pensamiento occidental, basado en un sistema de categorías binarias, según las cuales lo femenino es interpretado como la otra cara de la moneda de lo masculino, lo sensible de la razón, el pathos del logos, la pasividad de la actividad... y así un largo etcétera. De manera que los primeros elementos existen solo en tanto que el contrario, la diferencia, lo otro de lo mismo y único, representado por los elementos que ocupan la segunda posición. Los primeros elementos, no sólo es que tengan una posición subsidiaria de los segundos, sino que ni siquiera tienen una entidad autónoma e independiente, de manera que algo que se escape de este sistema cerrado no solo es inimaginable, sino también inarticulable.
De manera que el protocolo médico establecido para el caso de los nacimientos de bebés intersex recomienda la asignación a uno u otro sexo lo más rápido posible para poder convertir el sujeto en “articulable”, y, por tanto, “concebible” y “pensable”, ya que, como señala Luciana Lavigne: “la ambigüedad no tiene representación identitaria sexual en el marco sociocultural” (2009: 65). Y el activista y teórico argentino Mauro Cabral reflexiona sobre esta misma línea:

De acuerdo al paradigma identitario vigente en el mundo occidental, así como al imaginario socio-cultural que dicho paradigma informa y del cual se nutre, los cuerpos intersexuados marcan, en su positividad, un punto de indecibilidad en la lengua: de ellos, que son en realidad más carne que cuerpo, no se puede predicar claramente masculinidad o femineidad –son ambiguos, indefinidos, ambivalentes, inarticulables en el género como binario. […] Las intervenciones socio-médicas de normalización son concebidas, por lo tanto, como operaciones de subjetivación, de in-corporación. (2006: 6-7).

Monosexualidad y sexo verdadero
A pesar de la creciente complejidad a la hora de dictaminar el sexo de una persona, con la aparición constante de nuevas técnicas que invalidan las anteriores y transforman y amplían necesariamente aquello que se entiende por masculino y femenino[ii], que revela que la sexualidad es más un continuum (Sterling: 80-81) que un eje polarizado, de manera que en los extremos se encontrarían la feminidad y la masculinidad ideal, pero que en realidad todos habitaríamos en el amplio abanico de posibilidades intermedias que se dan entre los dos, los esfuerzos sociomédicos para hacer entrar a los bebés intersexos en las categorías estancas de las masculino y femenino siguen siendo aterradoramente numerosos y violentos.
 El protocolo médico esconde la creencia de que todo bebé tiene un sexo “auténtico”, porque, aunque determinadas definiciones y sistemas clasificatorios hayan sido ya abandonados, la idea de que somos portadores de un “sexo verdadero” permanece inamovible tanto en los discursos de poder como en la opinión pública. En este sentido son muy reveladoras las afirmaciones de Michel Foucault al respecto:

Las teorías biológicas sobre la sexualidad, las concepciones jurídicas sobre el individuo, las formas de control administrativo en los Estados modernos han conducido paulatinamente a rechazar la idea de una mezcla de los dos sexos en un solo cuerpo y a restringir, en consecuencia, la libre elección de los sujetos dudosos. En adelante, a cada uno un sexo y uno solo[iii]. A cada uno su identidad sexual primera, profunda, determinada y determinante; los elementos del otro sexo que puedan aparecer tienen que ser accidentales, superficiales o, incluso, simplemente ilusorios. Desde el punto de vista médico, esto significa que, ante un hermafrodita, no se tratará ya de reconocer la presencia de dos sexos yuxtapuestos o entremezclados, ni de saber cuál de los dos prevalece sobre el otro, sino de descifrar cuál es el sexo verdadero que se esconde bajo apariencias confusas” (1985: 13).

De manera que la dificultad para discernir el sexo del bebé pasa por atribuírsele una “anomalía” que lo oculta o que hace que sea complicado discernirlo, pareciendo que hay una mezcla de dos sexos cuando para la biomedicina se trata de uno sólo malformado, cortando así también la posibilidad de la duplicidad de los sexos, del “hermafrodita verdadero” o “auténtico”[iv], por tanto, y potenciando el concepto de monosexualidad. De manera que se reduce el problema del ámbito social y jurídico al de lo clínico y médico y se transforma en una patología del desarrollo sexual y, al hacerlo, pasa también a ser un problema que se puede “ajustar”, “corregir” y curar”, aunque no siempre se ha hecho siguiendo los mismos patrones.
Desde Grecia y Roma y hasta el siglo XVII, se tendía a considerar que sólo había un sexo: el masculino, que era el verdadero, el acabado y unívoco, mientras que todas sus variaciones y, por tanto, “imperfecciones”, eran relegadas a lo femenino (Laqueur: 1993), cuyo cuerpo era visto como una versión imperfecta del masculino, forma considerada canónica, y la pregunta por el sexo verdadero no tenía el sentido “revelador” que tiene hoy en día: tota la amalgama de “diferencias” corporales eran vistas más como variantes cuantitativas que como anomalías[v]. Por lo que los cuerpos intersexuales, si bien eren también sometidos a la marginalidad que confiere la “anormalidad”, no eren tan perseguidos ni regulados como en la actualidad.
No es hasta el desarrollo de la medicina moderna y la consiguiente necesidad de control de la diversidad sexual –con el nacimiento de la “scientia sexualis”, como señala Foucault (1980)– que la clasificación, taxonomización y patologización de los cuerpos se hace indispensable, pasando a ser controlada per “expertos”, que no son otros que los médicos, los científicos y otros profesionales de la biomedicina. A partir de este momento, ellos se convierten en los jueces que establecen los parámetros de la “normalidad” y dictaminan quién está dentro y quién está fuera de ella, quién es niño o niña, a quién se ha de intervenir, mutilar, retocar o “arreglar” para “corregir” las imperfecciones causadas por una “equivocación” de la naturaleza.

Procedimientos médicos
Cuando nace un bebé intersexo se despierta el pánico a la indefinición que, como hemos visto, autoriza la injerencia en el cuerpo atípico, haciéndolo entrar en un proceso de normativización a través de operaciones que esconden mutilaciones y tratamientos hormonales de choque de consecuencias extremas, que responden puramente a factores sociales, ya que a excepción de algunos casos específicos[vi], al resto de variedades de los estados intersexuales no se les atribuye riesgo alguno para la salud. Se tratan, por tanto, de operaciones cuya única finalidad es estética y cultural, de adecuación a los cánones de aquello que se considera una corporalidad normativa y, por tanto, un sexo aceptable, según las premisas del dimorfismo de género.
Lo primero que hace el equipo médico es hacer toda un serie de exámenes y pruebas al bebé, que van desde la simple falometría –una medición del miembro del infante para, según su medida, asignarlo como masculino o femenino: se contempla que hasta 0’9 mm se trata de un clítoris médicamente aceptado, a partir de 2 cm un pene adecuado y clasificado como inaceptable cuando se queda en la ominosa franja intermedia–, hasta los análisis de ADN y de cromosomas. Según la factibilidad del cuerpo para virilizarse o feminizarse, a través de intervenciones quirúrgicas y/o de tratamientos hormonales, así como las preferencias de los médicos a la hora de hacer un tratamiento u otro y, excepcionalmente, de las expectativas de los padres, se acaba eligiendo el sexo que a partir de aquel momento se le construirá al bebé.
            A la hora de la intervención quirúrgica, se suele dar preferencia a la creación de niñas por encima de la de niños (Piró-Biosca: 2001), por el mero hecho de que es más fácil crear una vagina, ya que se trata de cortar, mutilar la carne, hacer un agujero, al fin y al cabo, que construir un pene funcional, que requiere de piel y nervios extirpados de otra parte del cuerpo, habitualmente de una extremidad, y de operaciones más largas y complejas. L*s intersex niña devienen, pues, un  ejemplo encarnado de la máxima de Simone de Beauvoir: “la mujer no nace sino que se hace”, llevado a cabo desde la medicina, no sólo a raíz de las vaginoplastias, sino también del bombardeo hormonal a las que se les somete en la adolescencia (Gregori Flor: 2006). A la factibilidad del cuerpo se le suma la rigidez del sesgo heteronormativo y homófobo, que centra las relaciones sexuales en el coito, por el cual un pene no funcional según los estándares no suele ser disculpado ni perdonado, mientras que “una vagina no será nunca otra cosa que un agujero y un agujero siempre funciona”, por lo que el estamento médico piensa que “vale más una vagina aproximativa que un pene medianamente funcional”[vii] (Picquart: 149), independientemente de la sensibilidad que ésta tenga.
Pero los médicos raramente informan con precisión a los padres de las posibles consecuencias de estas operaciones y tratamientos –que a menudo pueden durar hasta bien entrada la vida adulta del paciente, aunque éste siga sin saber su diagnóstico– que incluyen insensibilidad genital, traumas psicológicos severos, molestias y dolores crónicos y anorgasmia absoluta. De forma que los intersex a menudo experimentan las relaciones sexuales como un trauma, por el recuerdo de lo que les falta, de lo que se les ha quitado o de lo que les sobra, o por el dolor que les puede suponer el coito, lo que lastra enormemente su vida afectiva y lanza por tierra la supuesta “normalidad” prometida por la biomedicina: unos genitales operados nunca llegan a parecer naturales y los niñ*s intersexos siempre arrastran el estigma de tener unos genitales atípicos.
            Y es que se da un gran silencio y una gran ocultación, tanto a los padres como a los pacientes. Los médicos no solo se saltan el juramento deontológico, que les exige que ofrezcan una información clara y veraz que contemple todos los posibles efectos adversos y los riesgos que puede correr el paciente, ya que ni plantean las dudas o las equivocaciones que puedan tener como consecuencia, sino que también llegan a atentar contra los derechos humanos, al efectuar clitoridectomías, que al fin y al cabo no dejan de ser ablaciones de clítoris.  Y se tratan de mutilaciones no solo corporales, ya que también abarcan las historias personales y de la autonomía decisional (Cabral, 2006: 3).

            El derecho a decidir
            El esfuerzo de los médicos por eliminar el supuesto lastre de la ambigüedad genital acostumbra a equiparar sexo con penetración y reproducción y a preocuparse sólo por la funcionalidad de los órganos sexuales de los sujetos intersex desde ésta óptica, de raíces profundamente hundidas en la heteronormatividad. Ni se plantean que los niños y niñas “funcionales” que crean desarrollen en el futuro una identidad de género diferente a “su sexo” ni que puedan desarrollar un deseo por personas de su mismo sexo, además de que existan y se practiquen otras formas de sexualidad que no pasan por la penetración. La cuestión de la homosexualidad es dejada sistemáticamente de lado y son silenciados hechos tan vergonzosos como que los años de dilataciones para mantener una vaginoplastia abierta de forma permanente puede no tener ningún sentido si le es practicada a una chica intersex lesbiana.
            El principal problema es que la medicina aborda la intersexualidad desde la visión simplista, excluyente y dicotómica de la lógica binaria, de manera que a todo aquello que por su ambigüedad no encaje, se le hace entrar aunque sea con un calzador quirúrgico, en la, ya vemos que construida y, por tanto, también fantasmática, normalidad. Y aunque desde la biomedicina se evoquen los beneficios de los ajustes de los cuerpos no normativos y se justifiquen sus intervenciones, en palabras de Mauro Cabral: “las buenas intenciones producen monstruos, esa clase de monstruos capaces de cortar y coser los genitales de un niño o de una niña solo para evitarles el dolor de su diferencia futura” (2009: 2).
            Si bien es reconocida, incluso desde el activismo intersex, la necesidad de establecer un género de educación para los niñ*s intersexos, para facilitar su inserción psicosocial y evitar la llamada “ansiedad de género”, se hace necesario permitir a las personas intersex decidir su sexo cuando sean adultos, así como también se eligen su identidad de género y su orientación sexual. La recuperación de la potestad para decidir sobre y por ellos mismos, sobre su cuerpo y su sexualidad, sobre su derecho a ser como son, deviene una reivindicación fundamental para las personas intersex.
Operar a un recién nacido para acomodar sus genitales a la norma es, como hace notar Julien Picquart, convertirlo en humano (Piquart: 193), permitirle abandonar la condición de lo monstruoso y semi-animal de lo ambiguo e indefinido y dotarlo de humanidad, pero, ¿la mutilación es el precio a pagar para conseguir ese estatus? Porque hay que pensar que las vidas de los bebés intersex no sólo son posibles, sino también viables, según razona Judith Butler, son vidas que merecen la pena ser vividas, que pueden suponer una oportunidad de desarrollo para ellos mismos, pero también para los demás, al ampliar el concepto de lo que se comprende como humano y liberarlo de corsés restrictivos y excluyentes que presentan las sexualidades y corporalidades hegemónicas como las únicas posibles (2006: 17-18).


            Notas
i A pesar de la noticia sobre Norrie May-Welby (2010), primera persona a quien se le ha reconocido la categoría de neutro, esta es aún una rara excepción que tan sólo despunta y que, en todo caso, es tan sólo posible en persones adultas que así lo reclamen.
ii Como señala Paula Sandrine Machado: “Cuando se ‘descubren’ nuevos niveles en los que se puede buscar el sexo de alguien (¡de la anatomía externa a las gónadas, del cariotipo a las moléculas!), los límites de las antiguas clasificaciones necesariamente se expanden y es preciso hacer un reordenamiento” (2009: 99).
iii La cursiva es mía.
iv Categoría que se ha ido reduciendo con el tiempo y que ha pasado a designar únicamente las personas que tienen una combinación de un ovario y un testículo, de uno de estos dos con un ovotesti (órgano que combina tejido ovárico y testicular) o que presentan ovotestes (dos ovotesti) (Fausto-Sterling, 2006; Picquart: 2009). 
v Como subraya Isabel Balza:  Desde un punto de vista científico o médico, los hermafroditas eran contemplados como variaciones cuantitativas dentro de un continuo sexual, y no como rupturas cualitativas que marcan un abismo entre las dos únicas opciones sexuales posibles. Por ello, eran aceptados como posibilidades dentro de la variación sexual humana” (2009: 245). Aunque esto no quiere decir que fueran plenamente integrados dentro de la sociedad: eran tolerados pero desde la marginación.
vi Como la hiperplasia adrenocortical congénita, que implica una disfunción en la síntesis de hormonas esteroides que puede poner en peligro (Fausto-Sterling: 72).
vii La traducción es mía.


Bibliografía
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