Corporalidades
fuera de norma, sexualidades en la encrucijada:
la intersexualidad como jaque a los binarismos
Maria-Antònia Massanet
–– (2011). “Corporalidades
fuera de norma, sexualidades en la encrucijada: la intersexualidad como jaque a
los binarismos”, A Flor de texto,
Acedo, Noemí i Pérez, Aina (coord.), Editorial UOC, ISBN: 84-939545-1-9 /
978-84-939545-1-2, pp. 157-165.
Disidencias y resistencias
En
los últimos 40 años se han producido una explosión de las sexualidades, tanto
desde el movimiento feminista, con la crítica al anquilosado y opresor sistema
patriarcal, como desde las sexualidades no normativas, disidentes y
periféricas, que desde los acontecimientos de Stonewall del 1969 –con la
inauguración de la lucha por los derechos civiles de homosexuales,
transexuales, trans, etc.–, han puesto en crisis el sistema sexo-género basado
en una heteronormatividad reductora y asfixiante, que se ha visto reforzado por
el auge del movimiento queer –a través de su crítica a las identidades estancas
y su apuesta por la no categorización, la transformación y el nomadismo– cuestionando desde los márgenes la
estructura sobre la que se cimenta todo aquello considerado normativo y, por
ende, bueno, correcto, adecuado, ordenado y, también, sano.
¿Pero
qué pasa cuando la puesta en crisis del sistema no viene de un grupo, de un
movimiento, ni siquiera de un adult* militante, de una persona avezada en la
resistencia a la clasificación por sexos, por géneros, por orientación sexual,
sino de un recién nacido, de alguien que, desde su misma corporalidad, por el
mero hecho de existir, pone en jaque todo el sistema? ¿Qué pasa cuándo proviene
de un bebé del que no se puede decir a ciencia cierta si es niño o niña? ¿Cuándo proviene de alguien cuyo sexo es
indescifrable o está compuesto de una indiscernible mezcolanza de rasgos masculinos
y femeninos? Se desata el pánico, cunde la alarma y emerge la urgencia
sociomédica: no se puede decir a los padres qué sexo tiene su hij*, por tanto
no se les puede decir qué han tenido,
no se sabe qué decir, cómo decirlo, qué palabras usar ni cómo encontrarlas. Y
aquí no hay tan sólo una cuestión de vocabulario. Como nos recuerda Judith Butler, lo primero
que se dice de un recién nacido es si es niño o niña, siendo éste un gesto
augural para su inserción social a partir del dispositivo de performatividad
del género que se pone en marcha, tratándose de “una norma para así convertirse
en un sujeto normativo y aceptable” (2002a: 66). El sexo deviene, pues,
fundamental para la inserción del sujeto en la comunidad, para cumplir con la
presión jurídico-administrativa de definir al bebé y de darle nombre.
Porque la
categorización y clasificación en mujeres y hombres, en femenin*s o masculin*s es
un eje fundamental que atraviesa todo nuestro pensamiento, desde lo más banal y
cotidiano hasta las formas más alambicadas y complejas de la existencia humana,
ya que todas nuestras ideas heredadas sobre la sociedad, la familia, la pareja,
la sexualidad y la reproducción se basan en la idea de que hay dos sexos
(Picquart: 188). Un ejemplo de lo más a
mano es como al ir al baño tenemos que decidir cuál de las dos puertas elegir,
con qué rotulo, inscripción o imagen nos identificaremos y, por tanto, en qué
sexo nos situaremos. Pero la elección aún continua, dado que también hay que
decidir de qué manera orinaremos, si sentad*s “como las chicas” o de pie “como
los chicos”. Porque también hay “chicos” que no pueden orinar de pie –chicos
con pene hipospádico, que tienen la terminación de la uretra en la base o el
tronco del pene en lugar de en la punta–, y, en cambio, “chicas” que sí pueden
hacerlo –cuando se posee un clítoris más grande de lo normal o hipertrofiado,
que hace que se asemeje a un pene–.
El
azote de la elección del sexo nos persigue a la hora de realizar cualquier
trámite administrativo, de rellenar cualquier formulario, de hacer casi
cualquier compra por internet –¡casualmente el medio supuestamente más
desincorporado deviene el más incorporado!–, sin olvidar, también, el perenne
recuerdo que asoma cada vez que sacamos nuestro DNI. Este hecho, que no deja de
ser una simple anécdota en el caso de las personas cuyas identidades sexual y
de género están claramente definidas y mantienen una armoniosa concordancia,
puede transformarse en una insidiosa y delatora trampa en el caso de muchas
otras personas. Llegados a este punto se tiende a pensar en el caso de
transexuales y transgéneros, pero hay toda una comunidad de individuos que
suelen ser o bien ampliamente desconocidos, o bien onerosamente invisibilizados,
pero que en sí mismos encarnan un ataque al dimorfismo sexual, ponen en crisis
los binarismos de género y hacen tambalear el estatus normativo de la heterosexualidad,
planteando no sólo dilemas a multitud de aspectos que se dan por
incuestionables, sino que además son una encrucijada en sí mismas: las personas
intersex.
Corporalidades en la encrucijada
Porque
hay bebés que cuando nacen es imposible dictaminar a qué sexo pertenecen, ya
que presentan una ambigüedad genital tan extrema que es imposible adjudicarles
un sexo determinado. O bien, puede ocurrir que, aunque no haya grandes
dificultades para que sean clasificados en uno u otro sexo, presentan algún
tipo de peculiaridad que podría poner en cuestión su “hombría” o su
“feminidad”, como es el caso de las hombres con penes hipospádicos, como ya se
han comentado, o el de las mujeres con clítoris hipertrofiados, que por su
tamaño y capacidad de erección osan desafiar la preponderancia del miembro
masculino.
Pero
también se dan los casos de personas que, habiendo pasada inadvertida su
condición para médicos y padres, lo descubren en la adolescencia, sobre todo en
el caso de chicas con amenorrea (ausencia de reglas) o cuando se les desarrolla
un micropene, o en el caso de chicos que, por el contrario, de resultas de
empezar a sangrar descubren que les ha llegado la menaquía (primera regla) o que
presentan una ginecomastia, o lo que es lo mismo: que un incipiente busto
empieza a asomar en su pecho. De manera que no todas las personas que parecen
mujeres tienen ovarios ni todas las personas que parecen hombres tienen
testículos. Los rasgos sexuales secundarios –que comprenden senos, clítoris,
labios vaginales y vagina, en el caso de las mujeres, y pene, testículos y
presencia de vello, en el caso de los hombres– bien definidos, a veces, pueden
ocultar unas gónadas del sexo contrario, además de una rara, aunque no
imposible, presencia de tejido ovárico y testicular al mismo tiempo, los
llamados ovotestes. Hay incluso quien
descubre su condición intersexual de adulto, en el transcurso de alguna prueba
médica rutinaria o de forma accidental, descubriendo que aunque tengan el
aspecto de un sexo tienen las gónadas del otro, o bien que en lugar de tener
cromosomas XY o XX, presentan disgenesia gonadal, es decir, un desarrollo fuera
de los estándares de las gónadas, o mosaicismo cromosomático, de manera que
tienen un cromosoma menos o uno o más de más: X0, XXY, XXXY, XXXXY…
El
abanico de posibilidades para describir los estadios que puede llegar a abarcar
la intersexualidad es extremadamente alto, con más de 75 tipos diferentes
contabilizados hasta el presente, y su frecuencia también es mucho más elevada
de lo que se tiende a considerar. Uno de cada 20000 personas en el mundo nace
con albinismo y es algo ampliamente conocido y aceptado. Una de cada 200
personas presenta algún tipo de intersexualidad (Fausto-Sterling: 2006;
Preeves: 2002), de las cuales una de cada 2000 es de tipo genital, reconocible,
por tanto, en el momento mismo del nacimiento, y hay una enorme
invisibilización y un desconocimiento casi absoluto fuera del ámbito de la
biomedicina o de los círculos íntimos de las personas intersex y de las
asociaciones y grupos activistas.
Aunque
la intersexualidad se conoce dentro del ámbito de la biomedicina con las siglas
inglesas de DSD, “Disorders of Sex Developpement”, traducido al español como
Trastornos del desarrollo sexual, y se la tienda a asociar a anomalías y
disfunciones, no es ni deviene, en la extensa mayoría de casos, ni una
enfermedad ni una patología, sino una condición humana, un estado, un rasgo o
conjunto de rasgos físicos que implican una variación respecto a la
corporalidad normativa y que tiene una vinculación directa con el sexo.
Afinando más, se puede describir como “una condición de no conformidad física
con los criterios culturalmente definidos de ‘normalidad’ corporal” (Cabral, 2003:
121) según la premisa del dimorfismo
sexual, que abraza una multiplicidad de estadios intermedios y de combinaciones
“atípicas” de los rasgos físicos que habitualmente se utilizan para clasificar
a las personas en hombres y mujeres y que, como hemos visto, comprenden desde
el aspecto físico externo, a través de los rasgos sexuales secundarios
–ambigüedad genital, criptorquídea (genitales internos o no descendidos), etc.–
hasta el ADN, las gónadas, los cromosomas y las hormonas.
Patología e indecibilidad: “más carne que cuerpo”
Hiperplasia suprarrenal congénita, síndrome de
insensibilidad a los andrógenos, disgenesia gonadal, hipospadias, síndrome de
Turner, síndrome de Klinefelter, deficiencia de 5-alfa reductasa... son algunos
de los términos clínicos usados para designar, clasificar y taxonomizar el
cajón de sastre que describe la amplia gama de situaciones a través de las
cuales se presenta la intersexualidad, y que remiten siempre a deficiencias y
carencias, desórdenes y síndromes, alteraciones y enfermedades. La asociación
entre intersexualidad y anormalidad está férreamente instaurada y, como señala Michel
Foucault, se remonta a los siglos XVIII i XIX, cuando la imperiosa necesidad de
clasificación y distribución en categorías clínicas de las tipologías sexuales
devino una regla (Foucault: 1980).
La patologización de las personas
intersexuales y su clasificación como enfermos ha sido sistemática y ha contribuido
más a la estigmatización, siendo hasta hace relativamente poco la opción más
socorrida para explicar el fenómeno, ya que la categorización era inevitable y
la indeterminación sexual era y es aún inimaginable[i]. No solo por la automática
asociación de esta indeterminación con aquello monstruoso y abyecto, sino
también porque, más allá de lo físico, resulta también inconcebible desde el
punto de vista del pensamiento occidental, basado en un sistema de categorías
binarias, según las cuales lo femenino es interpretado como la otra cara de la
moneda de lo masculino, lo sensible de la razón, el pathos del logos, la
pasividad de la actividad... y así un largo etcétera. De manera que los
primeros elementos existen solo en tanto que el contrario, la diferencia, lo
otro de lo mismo y único, representado por los elementos que ocupan la segunda
posición. Los primeros elementos, no sólo es que tengan una posición subsidiaria
de los segundos, sino que ni siquiera tienen una entidad autónoma e independiente,
de manera que algo que se escape de este sistema cerrado no solo es
inimaginable, sino también inarticulable.
De manera que el protocolo médico establecido
para el caso de los nacimientos de bebés intersex recomienda la asignación a
uno u otro sexo lo más rápido posible para poder convertir el sujeto en
“articulable”, y, por tanto, “concebible” y “pensable”, ya que, como señala
Luciana Lavigne: “la ambigüedad no tiene representación identitaria sexual en
el marco sociocultural” (2009: 65). Y el activista
y teórico argentino Mauro Cabral reflexiona sobre esta misma línea:
De acuerdo al paradigma identitario vigente en el mundo
occidental, así como al imaginario socio-cultural que dicho paradigma informa y
del cual se nutre, los cuerpos intersexuados marcan, en su positividad, un
punto de indecibilidad en la lengua: de ellos, que son en realidad más
carne que cuerpo, no se puede predicar claramente masculinidad o femineidad
–son ambiguos, indefinidos, ambivalentes, inarticulables en el género
como binario. […] Las intervenciones socio-médicas
de normalización son concebidas, por lo tanto, como operaciones de subjetivación,
de in-corporación. (2006: 6-7).
Monosexualidad y
sexo verdadero
A pesar de la creciente complejidad a la hora de
dictaminar el sexo de una persona, con la aparición constante de nuevas
técnicas que invalidan las anteriores y transforman y amplían necesariamente
aquello que se entiende por masculino y femenino[ii],
que revela que la sexualidad es más un continuum
(Sterling: 80-81) que un eje polarizado, de manera que en los extremos se encontrarían
la feminidad y la masculinidad ideal, pero que en realidad todos habitaríamos
en el amplio abanico de posibilidades intermedias que se dan entre los dos, los
esfuerzos sociomédicos para hacer entrar a los bebés intersexos en las
categorías estancas de las masculino y femenino siguen siendo aterradoramente
numerosos y violentos.
El protocolo médico esconde la creencia de que
todo bebé tiene un sexo “auténtico”, porque, aunque determinadas definiciones y
sistemas clasificatorios hayan sido ya abandonados, la idea de que somos
portadores de un “sexo verdadero” permanece inamovible tanto en los discursos
de poder como en la opinión pública. En este sentido son muy reveladoras las
afirmaciones de Michel Foucault al respecto:
Las
teorías biológicas sobre la sexualidad, las concepciones jurídicas sobre el
individuo, las formas de control administrativo en los Estados modernos han
conducido paulatinamente a rechazar la idea de una mezcla de los dos sexos en
un solo cuerpo y a restringir, en consecuencia, la libre elección de los
sujetos dudosos. En adelante, a cada uno
un sexo y uno solo[iii].
A cada uno su identidad sexual primera, profunda, determinada y determinante;
los elementos del otro sexo que puedan aparecer tienen que ser accidentales,
superficiales o, incluso, simplemente ilusorios. Desde el punto de vista
médico, esto significa que, ante un hermafrodita, no se tratará ya de reconocer
la presencia de dos sexos yuxtapuestos o entremezclados, ni de saber cuál de
los dos prevalece sobre el otro, sino de descifrar cuál es el
sexo verdadero que se esconde bajo apariencias confusas” (1985: 13).
De manera que la dificultad para discernir el
sexo del bebé pasa por atribuírsele una “anomalía” que lo oculta o que hace que
sea complicado discernirlo, pareciendo que hay una mezcla de dos sexos cuando para
la biomedicina se trata de uno sólo malformado, cortando así también la
posibilidad de la duplicidad de los sexos, del “hermafrodita verdadero” o
“auténtico”[iv],
por tanto, y potenciando el concepto de monosexualidad. De manera que se reduce
el problema del ámbito social y jurídico al de lo clínico y médico y se
transforma en una patología del desarrollo sexual y, al hacerlo, pasa también a
ser un problema que se puede “ajustar”, “corregir” y curar”, aunque no siempre
se ha hecho siguiendo los mismos patrones.
Desde
Grecia y Roma y hasta el siglo XVII, se tendía a considerar que sólo había un
sexo: el masculino, que era el verdadero, el acabado y unívoco, mientras que
todas sus variaciones y, por tanto, “imperfecciones”, eran relegadas a lo
femenino (Laqueur: 1993), cuyo cuerpo era visto como una versión imperfecta del
masculino, forma considerada canónica, y la pregunta por el sexo verdadero no
tenía el sentido “revelador” que tiene hoy en día: tota la amalgama de
“diferencias” corporales eran vistas más como variantes cuantitativas que como
anomalías[v]. Por lo que los cuerpos
intersexuales, si bien eren también sometidos a la marginalidad que confiere la
“anormalidad”, no eren tan perseguidos ni regulados como en la actualidad.
No
es hasta el desarrollo de la medicina moderna y la consiguiente necesidad de
control de la diversidad sexual –con el nacimiento de la “scientia sexualis”,
como señala Foucault (1980)– que la clasificación, taxonomización y
patologización de los cuerpos se hace indispensable, pasando a ser controlada per
“expertos”, que no son otros que los médicos, los científicos y otros
profesionales de la biomedicina. A partir de este momento, ellos se convierten
en los jueces que establecen los parámetros de la “normalidad” y dictaminan
quién está dentro y quién está fuera de ella, quién es niño o niña, a quién se
ha de intervenir, mutilar, retocar o “arreglar” para “corregir” las
imperfecciones causadas por una “equivocación” de la naturaleza.
Procedimientos médicos
Cuando nace un
bebé intersexo se despierta el pánico a la indefinición que, como hemos visto, autoriza
la injerencia en el cuerpo atípico, haciéndolo entrar en un proceso de
normativización a través de operaciones que esconden mutilaciones y tratamientos
hormonales de choque de consecuencias extremas, que responden puramente a
factores sociales, ya que a excepción de algunos casos específicos[vi],
al resto de variedades de los estados intersexuales no se les atribuye riesgo alguno
para la salud. Se tratan, por tanto, de operaciones cuya única finalidad es estética
y cultural, de adecuación a los cánones de aquello que se considera una
corporalidad normativa y, por tanto, un sexo aceptable, según las premisas del
dimorfismo de género.
Lo
primero que hace el equipo médico es hacer toda un serie de exámenes y pruebas
al bebé, que van desde la simple falometría –una medición del miembro del
infante para, según su medida, asignarlo como masculino o femenino: se
contempla que hasta 0’9 mm se trata de un clítoris médicamente aceptado, a
partir de 2 cm un pene adecuado y clasificado como inaceptable cuando se queda
en la ominosa franja intermedia–, hasta los análisis de ADN y de cromosomas.
Según la factibilidad del cuerpo para virilizarse o feminizarse, a través de
intervenciones quirúrgicas y/o de tratamientos hormonales, así como las
preferencias de los médicos a la hora de hacer un tratamiento u otro y,
excepcionalmente, de las expectativas de los padres, se acaba eligiendo el sexo
que a partir de aquel momento se le construirá al bebé.
A la hora de la intervención quirúrgica, se suele dar
preferencia a la creación de niñas por encima de la de niños (Piró-Biosca: 2001),
por el mero hecho de que es más fácil crear una vagina, ya que se trata de
cortar, mutilar la carne, hacer un agujero, al fin y al cabo, que construir un
pene funcional, que requiere de piel y nervios extirpados de otra parte del
cuerpo, habitualmente de una extremidad, y de operaciones más largas y
complejas. L*s intersex niña devienen, pues, un
ejemplo encarnado de la máxima de Simone de Beauvoir: “la mujer no nace
sino que se hace”, llevado a cabo desde la medicina, no sólo a raíz de las
vaginoplastias, sino también del bombardeo hormonal a las que se les somete en
la adolescencia (Gregori Flor: 2006). A la factibilidad del cuerpo se le suma
la rigidez del sesgo heteronormativo y homófobo, que centra las relaciones
sexuales en el coito, por el cual un pene no funcional según los estándares no
suele ser disculpado ni perdonado, mientras que “una vagina no será nunca otra
cosa que un agujero y un agujero siempre funciona”, por lo que el estamento
médico piensa que “vale más una vagina aproximativa que un pene medianamente
funcional”[vii]
(Picquart: 149), independientemente de la sensibilidad que ésta tenga.
Pero
los médicos raramente informan con precisión a los padres de las posibles
consecuencias de estas operaciones y tratamientos –que a menudo pueden durar hasta
bien entrada la vida adulta del paciente, aunque éste siga sin saber su
diagnóstico– que incluyen insensibilidad genital, traumas
psicológicos severos, molestias y dolores crónicos y anorgasmia absoluta. De
forma que los intersex a menudo experimentan las relaciones sexuales como un
trauma, por el recuerdo de lo que les falta, de lo que se les ha quitado o de
lo que les sobra, o por el dolor que les puede suponer el coito, lo que lastra
enormemente su vida afectiva y lanza por tierra la supuesta “normalidad”
prometida por la biomedicina: unos genitales operados nunca llegan a parecer
naturales y los niñ*s intersexos siempre arrastran el estigma de tener unos
genitales atípicos.
Y
es que se da un gran silencio y una gran ocultación, tanto a los padres como a
los pacientes. Los médicos no solo se saltan el juramento deontológico, que les
exige que ofrezcan una información clara y veraz que contemple todos los
posibles efectos adversos y los riesgos que puede correr el paciente, ya que ni
plantean las dudas o las equivocaciones que puedan tener como consecuencia,
sino que también llegan a atentar contra los derechos humanos, al efectuar
clitoridectomías, que al fin y al cabo no dejan de ser ablaciones de clítoris. Y se tratan de mutilaciones no solo
corporales, ya que también abarcan las historias personales y de la autonomía
decisional (Cabral, 2006: 3).
El derecho a decidir
El
esfuerzo de los médicos por eliminar el supuesto lastre de la ambigüedad
genital acostumbra a equiparar sexo con penetración y reproducción y a
preocuparse sólo por la funcionalidad de los órganos sexuales de los sujetos
intersex desde ésta óptica, de raíces profundamente hundidas en la
heteronormatividad. Ni se plantean que los niños y niñas “funcionales” que
crean desarrollen en el futuro una identidad de género diferente a “su sexo” ni
que puedan desarrollar un deseo por personas de su mismo sexo, además de que
existan y se practiquen otras formas de sexualidad que no pasan por la
penetración. La cuestión de la homosexualidad es dejada sistemáticamente de
lado y son silenciados hechos tan vergonzosos como que los años de dilataciones
para mantener una vaginoplastia abierta de forma permanente puede no tener
ningún sentido si le es practicada a una chica intersex lesbiana.
El
principal problema es que la medicina aborda la intersexualidad desde la visión
simplista, excluyente y dicotómica de la lógica binaria, de manera que a todo aquello
que por su ambigüedad no encaje, se le hace entrar aunque sea con un calzador
quirúrgico, en la, ya vemos que construida y, por tanto, también fantasmática,
normalidad. Y aunque desde la biomedicina se evoquen los beneficios de los
ajustes de los cuerpos no normativos y se justifiquen sus intervenciones, en
palabras de Mauro Cabral: “las buenas intenciones producen monstruos, esa clase
de monstruos capaces de cortar y coser los genitales de un niño o de una niña
solo para evitarles el dolor de su diferencia futura” (2009: 2).
Si
bien es reconocida, incluso desde el activismo intersex, la necesidad de
establecer un género de educación para los niñ*s intersexos, para facilitar su
inserción psicosocial y evitar la llamada “ansiedad de género”, se hace
necesario permitir a las personas intersex decidir su sexo cuando sean adultos,
así como también se eligen su identidad de género y su orientación sexual. La
recuperación de la potestad para decidir sobre y por ellos mismos, sobre su
cuerpo y su sexualidad, sobre su derecho a ser como son, deviene una
reivindicación fundamental para las personas intersex.
Operar a un recién nacido para acomodar sus
genitales a la norma es, como hace notar Julien Picquart, convertirlo en humano
(Piquart: 193), permitirle abandonar la condición de lo monstruoso y
semi-animal de lo ambiguo e indefinido y dotarlo de humanidad, pero, ¿la
mutilación es el precio a pagar para conseguir ese estatus?
Porque hay que pensar que las vidas de los bebés intersex no sólo son posibles,
sino también viables, según razona Judith Butler, son vidas que merecen la pena
ser vividas, que pueden suponer una oportunidad de desarrollo para ellos
mismos, pero también para los demás, al ampliar el concepto de lo que se
comprende como humano y liberarlo de corsés restrictivos y excluyentes que
presentan las sexualidades y corporalidades hegemónicas como las únicas
posibles (2006: 17-18).
Como
subraya Sharon Preeves, las variaciones del desarrollo sexual crean no un
problema médico, sino un problema social (2003: 11). No son
los cuerpos de los intersexuales los que tienen que cambiar, sino nuestra
manera de ver y estructurar la realidad la que debe transformarse y adaptarse
para evitar la enorme violencia que ejerce y el grandísimo sufrimiento que
ocasiona a todo aquél que encarna –e incorpora– la diferencia.
Notas
i A pesar
de la noticia sobre Norrie May-Welby (2010), primera persona a quien se le ha
reconocido la categoría de neutro, esta es aún una rara excepción que tan sólo
despunta y que, en todo caso, es tan sólo posible en persones adultas que así
lo reclamen.
ii Como
señala Paula Sandrine Machado: “Cuando
se ‘descubren’ nuevos niveles en los que se puede buscar el sexo de alguien
(¡de la anatomía externa a las gónadas, del cariotipo a las moléculas!), los
límites de las antiguas clasificaciones necesariamente se expanden y es preciso
hacer un reordenamiento” (2009: 99).
iii La cursiva es mía.
iv Categoría que se ha ido reduciendo con el tiempo y que
ha pasado a designar únicamente las personas que tienen una combinación de un
ovario y un testículo, de uno de estos dos con un ovotesti (órgano que combina tejido ovárico y testicular) o que
presentan ovotestes (dos ovotesti)
(Fausto-Sterling, 2006; Picquart: 2009).
v Como subraya Isabel Balza: “Desde un punto de vista científico o médico, los
hermafroditas eran contemplados como variaciones cuantitativas dentro de un
continuo sexual, y no como rupturas cualitativas que marcan un abismo entre las
dos únicas opciones sexuales posibles. Por ello, eran aceptados como
posibilidades dentro de la variación sexual humana” (2009: 245). Aunque esto no
quiere decir que fueran plenamente integrados dentro de la sociedad: eran
tolerados pero desde la marginación.
vi Como la hiperplasia
adrenocortical congénita, que implica una disfunción en la síntesis de hormonas
esteroides que puede poner en peligro (Fausto-Sterling: 72).
vii
La traducción es mía.
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